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Examinando el poder y la propaganda desde la ficción: ‘La Fiesta del Chivo’ de Mario Vargas Llosa

Abr 28, 2014 | Informes

La novela ‘La Fiesta del Chivo’, de Mario Vargas Llosa, es un retrato del dictador Rafael Leonidas Trujillo, que gobernó República Dominicana entre 1930 y 1961. Este es otro ejemplo de cómo se anula el diálogo y la propaganda sustituye la libre circulación y discusión de informaciones.

“Todo escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad(…)[1]

Juan Rulfo

Puede que la mentira literaria, la recreación ficcional de la que habla el autor de ‘Pedro Páramo’, nos ayude a entender algo tal y como se supone que lo haría la “verdad”. Es durante ese proceso de imaginar una situación y sus personajes, quizás en una fase histórica de triste recordación, que un autor puede examinar a profundidad  los mecanismos a través de los cuales una sociedad fue secuestrada por el terror, mientras era regida por un dictador corrompido  que propiciaba el culto a su imagen, vestido con uniformes militares sacados de cuentos de hadas y presidiendo fastuosos auto homenajes.

Eso fue lo que hizo Mario Vargas Llosa con su novela ‘La Fiesta del Chivo, basada en el azaroso régimen de Rafael Leonidas Trujillo, líder supremo de la República Dominicana entre 1930 y 1961. Esta obra, publicada en el año 2000, se suma a la galería de célebres retratos literarios de tiranos que han gobernado América Latina (material que seguiré consultando para entender el momento  presente).

 Más que tratar de hallar la “verdad objetiva” en las páginas de la referida novela, es preferible leerla como la crónica de una dictadura que guarda denominadores comunes con otros regímenes de los siglos XX y XXI. Los textos literarios, no solamente las teorías de la comunicación o la sociología, ofrecen la posibilidad afinar  nuestra comprensión de cómo empezamos a callar cuando un individuo y su camarilla se convierten en los  brutales iluminados que deciden por sí mismos a nombre de una sociedad, al tiempo que anulan el diálogo, cuando las instituciones son esculpidas de acuerdo a los apetitos y pareceres del dictador, y la propaganda sustituye la libre circulación y discusión de informaciones.

Vargas Llosa  escribió su novela a veces fungiendo de historiador; otras de etnógrafo que describe con rigor la vida cotidiana de la República Dominicana de la primera mitad del siglo pasado; también de analista que documenta al detalle la psicopatología de los torturadores pagados por el Estado;  y en otras de literato de afilada imaginación capaz de recrear, a la usanza de Rulfo, el sentir colectivo e individual en tiempos difíciles para la democracia.

Vargas Llosa nos acerca a la vida diaria en Ciudad Trujillo, hoy Santo Domingo, llamada así en honor al dictador. El líder supremo también era aficionado a que calles, obras de infraestructura y toda clase de edificios lleven  los nombres de su esposa e hijos. Pero la tiránica re-significación de lo cotidiano no terminaba ahí, pues la intromisión del aura omnisciente del líder supremo penetraba las moradas de los dominicanos: mucha gente, quizás en un gesto de aprecio mezclado con temor reverencial, compraba placas de bronce grabadas con la leyenda “En esta casa Trujillo es el jefe”.  Así, la presencia del dictador adquiría un tono cuasi  religioso (sobre el fenómeno de convertir a un líder político en un portador de poderes sobrenaturales  les sugiero revisar los artículos que he publicado en este blog sobre Muamar Gadafi y el libro La sicología de la dictadura’ de Fathali Moghaddam).

En la novela, Urania Cabral, hija de un prominente colaborador del régimen luego caído en desgracia por un capricho de Trujillo, regresa a la República Dominicana tras décadas de un autoexilio para tratar de olvidar el horror del pasado. A ella le agobia saber por qué la figura de Trujillo, un antiguo oficial de la policía sin otros referentes que la disciplina marcial, la obediencia y la conducta paranoica haya podido ganarse el respeto incondicional de gente educada capaz de pensar con sentido crítico.

El padre de Urania, Agustín, envejecido, mudo y postrado, le responde en una alocución imaginaria a su hija diciéndole que la propaganda compensaba  la falta de información y fomentaba el adoctrinamiento con métodos violentos. En definitiva, una amalgama entre servilismo burocrático y complacencia permitió que  una sociedad entera sea vejada a todo nivel.

Un cuadro en el que Trujillo fungía de macho alfa, patriarca incuestionable,  propietario de los recursos naturales, las vidas y las conciencias de los dominicanos, quienes le debían agradecimiento eterno por devolverle a la nación su soberanía respecto de Haití y los Estados Unidos, y  haber puesto orden en medio del caos. Aquí Vargas Llosa no hace más que contar la vieja historia del caudillo oportunista que, a título de enderezar y salvar un país de un dictador previo o un desorden político y económico, se entroniza en el poder tal si fuera la solución encarnada con nombre y apellido.

‘La Fiesta del Chivo’ también es un estudio de los complejos mecanismos de la lealtad. Trujillo fue un líder que se comportaba tal si fuera un hacendado que repartía, en distintas proporciones, dádivas, posiciones sociales, cargos y dinero para garantizarse un apoyo absoluto. Esto recuerda a las dinámicas del concertaje, conocido como el sistema de “huasipungo”,  en los andes ecuatorianos durante el siglo XX.

El concertaje consistía en un elaborado sistema de intercambios desiguales entre hacendado e indígenas que funcionaba al nivel simbólico y material. Este tipo de relaciones sociales se evidenciaba en cierto tipo de comportamientos. Uno de ellos era el endeudamiento sistemático de los indígenas, quienes imposibilitados de saldar sus haberes con el hacendado no tenían más remedio que trabajar de por vida para él.

Otra práctica, que operaba de modo complementario, era la tradición religiosa a través de la cual los empleados de la hacienda designaban al patrón como padrino de sus hijos, lo cual acarreaba intercambios jerárquicos: lealtad y sumisión a cambio de ciertos regalos en determinados momentos del año. En su novela Vargas Llosa examina con brillantez la forma en la que estos patrones culturales de raigambre colonial han permeado la conducta política en algunos países Latinoamericanos, lo que hoy en día se conoce como “clientelismo”.

Un aspecto fascinante de ‘La Fiesta del Chivo’ es la manera en que su autor le invita al lector a adentrarse en el enmarañado mundo subterráneo de los eficientes y despiadados servicios de inteligencia que se montaron durante las décadas en las que Trujillo estuvo en el poder. Si hay un estado sicológico que caracteriza a los dictadores es la paranoia, es decir la constante desconfianza porque piensan que hay traidores y conspiradores en todos lados.

Trujillo sometía regularmente a sus colaboradores al ostracismo y la marginación para saber si es que  le eran absolutamente fieles. En consecuencia, el permanente estado de temor y angustia es uno de los factores con los que juegan los regímenes dictatoriales para tener la certeza de que no habrán disrupciones en el status quo.

Este miedo se refuerza con la propaganda oficial , la que se encarga de dejar en claro el poder omnisciente e infalible del líder supremo. En estas circunstancias los “castigos ejemplares” a disidentes o críticos del régimen deben considerarse como poderosos mensajes al resto de la población.

“La Fiesta del Chivo” también ofrece algunas pistas que pudieran explicar por qué una sociedad se hace de la vista gorda respecto de la corrupción y los abusos de un régimen. Vargas Llosa explora la manera en la que Trujillo se encargó de cooptar a buena parte de la población a través de puestos de trabajo en instituciones y empresas estatales, una estrategia que permitió neutralizar las críticas y convertir a los ciudadanos en virtuales empleados del dictador.

En otras palabras, el aparato estatal se  transformó en el mayor proveedor de trabajo, de modo que la sociedad dominicana quedó encapsulada y desactivada políticamente. De alguna forma “todo queda en familia” -la gran familia colectiva del Estado-, pues la cooptación burocrática de la sociedad también impide que se ventilen y se sepan abiertamente los actos de corrupción.

Todo este panorama no tenía razón de ser triste o gris, ya que, como narra Vargas Llosa, el Trujillato tenía bien montado un “star system” que permitía que cantantes y bailarines famosos visitaran la isla para participar en eventos radiales y espectáculos masivos para la alegría de todos los dominicanos.

Desde ese ángulo, “La Fiesta del Chivo” patentiza una de las estrategias favoritas del club  de los dictadores: el garrote endulzado con el show e imponentes eventos multitudinarios.


[1] http://confabulario.eluniversal.com.mx/le-tengo-temor-al-lapiz/

Por Christian Oquendo

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