La libertad de expresión no es algo acabado, donde todo está escrito y todo está dicho. En realidad, es un derecho en permanente tensión con otros derechos, que se construye o destruye de forma diaria. Los límites de la libertad de expresión son móviles y se establecen a golpe de duras luchas que implican leyes, fallos jurídicos y ese corpus llamado “estándares internacionales”, donde hay sentencias de cortes internacionales, pronunciamientos de expertos, resoluciones de organismos internacionales, interpretaciones, etc.
Todo este debate no es siempre pacífico y tampoco es blanco y negro. Una de las discusiones más vehementes que se tiene hoy mismo es sobre el discurso de odio que no es lo mismo que lenguaje discriminatorio.
Este domingo, desde un programa de TV en estreno se insultó al nuevo presidente de la CONAIE, al llamarlo “cabrón”, palabra que se utilizó como un acrónimo de “campesino, anarquista, bronquista, relevante, obsesivo, narcisista”. Puede disgustar a muchos, pero el insulto puede ser una forma legítima de expresión. Las figuras públicas, muchas veces, pueden ser blanco de expresiones injustas, de mal gusto, satíricas, hirientes y los estándares nos dicen que deben ser tolerantes a las mismas. No obstante, también hay un límite para lo admisible, más aún, cuando se tratan de expresiones difundidas en un canal de televisión de alcance nacional, en horario de enorme sintonía y bajo administración estatal. Ese límite es la vulneración a la dignidad humana y la promoción de la violencia.
El propio Artículo 13 de la Convención Americana de DDHH lo señala en su inciso 5to:
“Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional.”
Cuando la ironía se transforma en insulto y este, además, es acompañado de expresiones violentas como lanzar dardos a la imagen de una persona, se ha traspasado el límite y es posible que incluso se haya transgredido leyes expresas que castigan el delito de odio. Y volvemos a repetir los agravantes: en televisión de alcance nacional, horario estelar y bajo administración estatal.
Es por eso que no bastan disculpas por Twitter. El canal de televisión TC Televisión debe hacer un mea culpa sin matices, explicar porque no han funcionado procesos internos de calidad periodística para evaluar los productos que se emiten al aire, más cuando son producidos con dineros del contribuyente.
A su vez, vemos con simpatía el saludable debate iniciado desde diversos sectores periodísticos que han reaccionado señalando, claramente, que la búsqueda indiscriminada y sin límite de audiencia y de réditos económicos no puede reemplazar a la ética y el rigor periodístico. Con ese debate, es justamente como se construye autorregulación, la cual debe conducirnos a un ejercicio inteligente y respetuoso del periodismo.